HUAYNO CANCIÓN
De la CANTATA Demos
gracias o Democracia?
De FRANCISCO ALVERO
EL JUGLAR
Del Amor, La Paz Y
La Libertad
Defendamos la democracia,
de las garras
de la dictadura de mercado
Sin injerencia ninguna,
y mucho
menos soldados
Defendamos la democracia,
con más y
mejor democracia.
Justicia social, salud, cultura y trabajo.
Defendamos la democracia
de la falsa
democracia
Imperialista, capitalista, neoliberal
Defendamos la democracia de la cruel opresión
la
demagogia y la corrupción
Amamos la democracia, verdadera democracia
Aquella del poder popular, dictadura burguesa, nunca más!
Exaltamos la soberanía, en todo orden, tiempo y lugar
No nos conformemos con lo formal,
Pues democracia es mucho
más!
Educación creativa y creadora de valor
Multiétnica, pluricultural y
plurinacional
Desde México a la Argentina,
Siguen abiertas las venas de América latina
Nuestras historias se parecen,
Llantos, gozos, luchas y alegrías!
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Contra la bondad absoluta del Estado de Derecho
(Por una sociedad participativa y unos políticos menos entrometidos)
La democracia participativa supone, en verdad, un nuevo modelo político. No se trata simplemente de reformar lo que hay, sino de construir un nuevo modelo, por completo diferente al de la democracia partidista o representativa.
Pero ya el mejor jurista de todos los tiempos, Hans Kelsen, insinuaba en su momento que la ley no es eso . Kelsen es famoso por ser una de las primeras personas que entendió el derecho como un sistema lógico en el que en el que no hay lugar para la arbitrariedad y cada acto de poder debe venir previsto en una norma superior. Un sistema basado en la aplicación lógica de la norma escrita. La coherencia de esta comprensión estrictamente racional del sistema legal exigía partir de la diferencia entre moral y ley: la moral es lo que la gente considera que está bien o mal, la ley lo que está permitido o prohibido. Así, ser un egoísta insolidario es algo rechazable moralmente , pero que la ley no prohíbe.
Para que no se note etso, es decir, que la ley es, en gran medida, un mecanismo de dominación, solemos acudir a la idea de que la ley es justa porque se aplica a todos por igual. O sea, que los políticos, que son quienes las hacen, también están sometidos a la ley. De ese modo nos resulta menos doloroso aceptar la realidad de que hay personas que se dedican a decidir qué se puede hacer y qué está prohibido. Es cierto que ellos se someten también a las leyes, pero al fin y al cabo no es lo mismo obedecer lo que tú has creado, que lo que otros te imponen.
Históricamente, además de la igualdad en su aplicación, el organizarse mediante normas trajo un beneficio esencial: la previsibilidad. A uno le basta con mirar un papel (o, modernamente, llamar a un abogado) para saber si algo es legal o no; si se puede hacer o no, y cómo.
Sin duda, organizar así la sociedad, mediante normas jurídicas, es un triunfo frente a la violencia o al despotismo irracional. Sin embargo, por eso mismo, también es cierto que las normas evidencian el fracaso del diálogo.
Mejor una norma escrita, hecha por unos poderosos señores y señoras pero aplicable a todos y conocida de antemano, que vivir sometido al capricho permanente de los poderosos.
En cambio, si uno acepta que en ocasiones es posible ponerse de acuerdo sin violencia, nuestro ideal ha de ser que las decisiones sean fruto del diálogo y de la voluntad de todos; no meras órdenes de los que mandan. La ley es una imposición, un parche que se pone a la fuerza, para evitar la violencia o la irrazonalidad, pero no es la situación ideal. En definitiva, como mucho la Ley es un mal menor, pero conformarse con un mal menor implica renunciar a la esencia del progreso humano; hay opciones mejores.
La realidad demuestra, sin embargo, que a menudo es posible negociar y ponerse de acuerdo en muchos sitios y en muchas cosas. El progreso no puede venir representado por una sociedad policial en la que la convivencia sólo es posible gracias a la actitud vigilante de los legisladores. Un progreso así entendido no haría más que debilitar nuestras aptitudes personales para el diálogo. Si nos refugiamos siempre en la Ley perdemos la habilidad de negociar, de ceder, de interactuar y construir en común. En vez de ejercitar los músculos del diálogo, de ejercitar la capacidad de ceder o reflexionar buscamos un legislador que escriba una norma y nos ahorre todo ese esfuerzo. Aunque ese esfuerzo esté en la esencia misma del ser humano.
En cambio, en una sociedad basada en que aspiramos a convivir, a construir en común y participar, la ley sólo puede entenderse como un remedio subsidiario. Como un mal menor al que sólo acudiremos en casos extremos, cuando no sea posible un acuerdo justo.
La esperanza de una sociedad solidaria cuyos ciudadanos y ciudadanas aprendan a relacionarse solidariamente, a apoyarse, entenderse y construir el futuro juntos, exige reducir el terreno de la ley. ¿A nadie le extraña que en los países donde no hay normas jurídicas regulándolo todo la cohesión social sea mucho mayor? Por supuesto que en esos lugares la cohesión a menudo se basa en la represión, el miedo o la fuerza. Aún así el reto aunténticamente interesante es construir un mundo donde la cohesión social sea similar a la de esos países, pero descanse sobre la base de la libertad. Intentarlo en vez de conformarnos.
Cuando uno pasa algún tiempo viviendo en cualquier país de los que llaman “subdesarrollados” lo primero que le llama la atención es la felicidad de vivir en un sitio sin tantas normas. Uno puede montar en moto sin casco; quien quiere poner en marcha una tienda no tiene más que abrir la ventana de su casa; se construye donde se puede y los problemas se arreglan a menudo en asambleas colectivas, buscando el apoyo de las mujeres o de los viejos, y tomando en cuenta la realidad del caso, en vez de aplicar a todos el mismo rasero. Entonces uno, convencido por la propaganda de la Ley, se dice: “claro, las leyes son necesarias pero…¡qué feliz se vive sin ellas!”.
Ese conformismo es el que nos permite vivir ignorando la permanente invasión de las leyes. En mis primeras estancias largas en Alemania, hace años, me pasaba justo lo contrario, volvía asqueado de los millones de prohibiciones que me impedían ir en bici sin faros o cruzar la calle alegremente. Hoy día nuestro país no es muy diferente de aquello.
Al renunciar a alcanzar un modelo de sociedad solidaria y participativa, hemos terminado por confundir el progreso social con la capacidad de regular todo mediante normas.
Consideramos avanzada a la sociedad en la que se excluye cualquier atisbo de anarquía o iniciativa no regulada. Como si las leyes fueran producto de la razón y el diálogo, y no lo que en verdad son: actos de voluntad de los políticos. Y aquí puede hablarse ya de “los políticos” como un grupo social unificado, integrado por quienes ejercen el poder de la ley y enfrentado a “la sociedad” que integra a quienes sufren el poder de la ley. Una estructura clásica de dominación, o de explotación.
En definitiva, el problema de la Ley no está en lo que es: un mecanismo igualitario de ordenación racional a partir de las decisiones que toman unos tipos designados socialmente para ello. El problema está en lo que impide. Cuando los políticos exigen que hasta el aspecto más ínfimo de nuestro existir venga regulado en alguna de las normas que ellos hacen, están volviendo ilusoria la participación ciudadana en la toma de decisiones, si por participación entendemos disfrutar de espacios libres de decisión. Los atontan, los explotan, y después se quejan de que no participen a través de los cauces raquíticos que ellos les han previsto.
Esas normas existen y parece que, tal y como estamos, deberán seguir existiendo mucho tiempo. Sin embargo a este respecto merece la pena hacer al menos tres puntualizaciones. Primera, que la idea de que la ley protege al débil frente al poderosos plantea también la de quién defiende al ciudadano frente a los políticos que hacen las leyes. Segunda, que de lo que hablamos no es de que desaparezcan las leyes, sino de que se frene de una vez la fuerza expansiva de las normas que lleva a pensar que las instituciones pueden regularlo y acapararlo todo. Tercera, que la protección del débil exige una previa definición de quién es el débil, que la hacen los mismso que hacen las leyes.
La magnitud de esta tendencia se percibe mejor en las normas de menor ámbito. Resulta más evidente en las ordenanzas municipales que en las grandes leyes. Así, en nuestros países uno no puede ir a un mercadillo a vender o intercambiar los cacharros viejos que tenga en casa, si no
tiene licencia de vendedor y se dice que es para proteger al consumidor. Desaparecieron los mercadillos de animales, para proteger a los viandantes que se ve que no podían pasar entre el revoloteo de plumas de paloma y a los propios animales, que se arriesgaban a vivir sin vacunas. Al mimo que actúa en la calle se le pide una tasa por usar el espacio público. Los bares ante los que se concentra la gente en la calle charlando se cierran para proteger a los vecinos (de tanta charla incontrolada, se entiende). Hay normas que regulan el tamaño de los carteles que se pueden pegar en la calle, que sancionan a quien escupe en el suelo, que establecen el color con que se deben pintar las casas; para protegernos de nosotros mismos. En algunas playas están prohibidos los castillos de arena; en casi todas, los perros y hasta los balones. Todas estas normas son para proteger a los débiles, claro. Como la prohibición absoluta de fumar en todos los locales. Pero en la definición de débil (el consumidor frente a quien vende en un mercadillo, el vecino propietario de un inmueble frente a quien charla en la calle, el ciudadano tumbado en la playa frente a quien la disfruta de manera activa) hay mucho de definición del modelo de sociedad y casualmente cada vez más apunta a una sociedad conformista, pasiva, defensora de la ley.
Es cierto que en algunos países africanos nunca ha habido semáforos y, quizás eso tenga que ver con que el tráfico sea caótico, pero me resisto a creer que no sea posible un sistema de tráfico en el que los conductores (y los peatones) interactúen de tal manera que no se imponga siempre el fuerte al débil, sin necesidad de que sean los políticos los que decidan cómo debe articularse el tráfico.
hasta el momento, mal que bien, había encontrado su propia manera.
Está mal visto que los ciudadanos interactúen entre sí, está mal visto que sean ellos decidan libremente la configuración de la ciudad en que habitan, está mal visto -en definitiva- que haya espacios que no vengan regulados de manera previa y estatal. El diálogo y el acuerdo están mal vistos.
Las ciudades de la mayoría de los países del sur son aglomerados anárquicos donde las calles y plazas surgen espontáneamente, donde son los propios usuarios los que definen la estructura, sin control. Así sucedía también aquí antiguamente y gracias a eso nuestras ciudades más antiguas no son todas rectas y racionales y tienen su propia personalidad. El progreso nos ha llevado a una situación del todo contraria. Antes eran los vecinos los que decidían todo, ahora son los políticos quienes toman hasta las decisiones más pequeñas respecto a la configuración de la ciudad.
Sin embargo está protección “del débil” sirve también de coartada para privar a los ciudadanos de todo poder de decisión. ¿Por qué han de ser los políticos quienes decidan dónde se ponen bancos, papeleras o aparcamientos de bicicletas? Incluso cuando en alguna ciudad la gente
se ha acostumbrado a usar un determinado hueco para sentarse a charlar o aparcar sus bicicletas, pese a ello los políticos se sienten siempre legitimados para definir el modelo de ciudad.
Poco importa que los ciudadanos y ciudadanas prefieran las plazas con zonas verdes, o que quieran que los centros cívicos abran los sábados, o que prefieran colocar en las calles bancos para descansar. Los políticos no respetan nada que no sea su propio capricho y creen incluso que entre sus funciones está la de sustituir a sus ciudadanos. Y eso es así porque creen, equivocadamente, que al designarles para su cargo el resto de ciudadanos renunció a decidir nada y aceptó a someterse a sus ocurrencias malinformadas. Como si en una clase de la Universidad los alumnos eligieran a un delegado de curso y éste se creyera que por estar elegido puede colocar los exámenes en las fechas que a él personalmente más le convengan.
En nuestro sistema actual los programas políticos recogen la voluntad del partido. Son exhaustivos y se hacen con la promesa de que “si ganamos, imponemos nuestro programa” . Creen que si los designan para un cargo o una función, los ciudadanos les están dando carta blanca darán carta para imponer una voluntad; ninguno propone decidir menos, ampliar la democracia y dejar que las hombres y las mujeres que no tienen cargos públicos construyan y administren zonas de libre decisión.
En en este modo de entender la sociedad, extendiendo el terreno de la ley y las instituciones, hay una terrible perversión del ideal democrático. Por mucho que a los políticos les parezca lo contrario, la esencia de la democracia no está en nombrar a cargos para que decidan en nombre de los demás. La esencia radical de la democracia es justo lo contrario: lograr que cada uno pueda participar lo máximo posible en las decisiones relativas a su propio futuro. La democracia no es elegir dictadores cada cuatro años, ni imponerse a la minoría; la democracia es libertad para decidir cotidianamente dentro del respeto a los demás. Sólo eso.
Pero las migajas no bastan para construir un sistema que realmente pueda llamarse democrático. La democracia participativa implica un cambio radical de mentalidad: frenar decididamente el terreno de la ley; acabar con tantas normas arbitrarias que ocupan innecesariamente espacios donde serían posible decisiones fruto de la iniciativa y la libertad anárquica de la ciudadanía.
En los ámbitos institucionales la idea de democracia representativa puede encontrarse con más limitaciones, pero también tiene un espacio propio: así, en el seno de la Universidad pública, no basta con consultar a los estudiantes a la hora de establecer los horarios de clases, sino que es necesario permitir ellos los que en última instancia decidan estos horarios.
Tengo amigos y amigas que son o han sido políticos y, pese a eso, son personas excelentes. Incluso conozco a algunas personas que aspiran a ocupar un cargo público, y se presentan a las elecciones y aún así son intrínsecamente buenas. Sin embargo, en la medida en que no sean
conscientes de que la parte esencial de su trabajo debería ser renunciar a sus propias competencias, resultarán tan peligrosos como los demás.
En un modelo participativo los responsables políticos, deben trabajar día a día para quitar terreno a la ley, allí donde pueda no ser necesaria. Quizás los músicos callejeros deben encontrar su espacio mediante el diálogo cotidiano con la gente -como lo encuentran las colectas populares de los grupos de villancicos o los ensayos de las bandas de música para las fiestas populares – y seguramente no sea necesario prever licencias municipales para todo. Posiblemente tampoco corresponda al Estado agotar todas las posibilidades de decisión sobre le urbanismo. Y hay medidas para defender al consumidor menos intensas que prohibir los mercadillos de intercambio y venta de enseres viejos o cerrar los bares donde la gente charle de pie o tire las cáscaras al suelo.
Además, como buenos progresistas, queremos que el derecho ampare a los ciudadanos de
progreso frente a los que fuman, frente a los que gritan en los bares, frente a los que ensucian las calles o afean las fachadas. También exigimos que desaparezca la arbitrariedad aunque nos lleve a convertirnos en una sociedad fría, insulsa y apática.
Algún día, cuando todos seamos iguales -igual de racionales, limpios y obedientes- alguien protestará contra todo esto. Seguramente sea un poco tarde. Quizás para entonces nuestras ciudades se hayan convertido en un aeropuerto; en un espacio donde todo está prohibido y regulado, por donde hay que transitar con el carnet en la boca y sometidos a normas que especifican el tamaño y la textura de todo lo que podemos hacer o tener. Ya hemos conseguido vivir en Alemania; lo próximo, el aeropuerto.
1 Respuesta por “Contra la bondad absoluta del Estado de Derecho (Por una sociedad participativa y unos políticos menos entrometidos)”
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